lunes, 6 de mayo de 2013

RELATO LITERARIO: LA MALDICIÓN DEL “MATASANOS” por Víctor Hugo Perla

De este relato, irá apareciendo un capítulo cada quince días. Espero que lo disfruten y que me hagan llegar sus comentarios. Atentamente, el autor.
CAPITULO I
El  “Matasanos” es un colorido pueblo incrustado entre las serranías del departamento de Morazán en el pequeño, folklórico y mágico país de El Salvador, nombre este que le pusieron en honor al divino Salvador del mundo cristiano: Jesús de Nazaret. En cambio, “Matasanos” le pusieron a ese pueblecito porque la muerte se llevaba de vez en cuando a personas sin razón alguna o por lo menos sin explicación posible  y entonces el pensamiento mágico al cual acudimos para explicar lo inexplicable dio en llamar a dicho fenómeno fatal “El Matasanos” o sea aquello que mata aún cuando tú no tienes motivos para irte de este mundo o no quieres irte y ¿quién quiere irse?, ni siquiera los que rumian crisis, los enfermos dolientes, los despechados de amor, los pobres trabajadores y los haraganes pobres, nadie quiere irse para el más allá, nadie quiere sacar visa para ese lugar, la única manera de irse es cuando no queda otra opción en el más acá o cuando los del más acá te empujan para el más allá . Y como el “matasanos” en épocas de los primeros pobladores incrustó en muchas ocasiones su aguijón venenoso y mortífero, la gente que amaba el lugar de sus ancestros y de ellos mismos, no pensaban en irse, así  que se volvieron más temerosos o miedosos de las cosas malignas en este caso del “Matasanos”. No se iban pero temían al fenómeno maligno, así que para calmarlo en su honor les pusieron al pueblo y a él, “Matasanos”. Pasaron los años, los lustros, las décadas, aún los siglos y el “Matasanos” visitaba el lugar a capricho sin fecha predecible es decir llegaba como ladrón en la noche o como ocurre en El Salvador, como ladrón en el día. Porque para robar,  a los ladrones salvadoreños les da igual si es de noche o es de día. En fin no hace mucho tiempo vivía en el pueblo de El “Matasanos” la familia Rovira Ponce. Don Sergio Rovira y doña Eulalia Ponce, dos personajes cuarentones, muy religiosos, siempre vestían de negro, él, camisa negra de Dacrón y pantalón negro de McArtur dos cabos y Ella blusa y falda larga, hasta los tobillos confeccionadas con las mismas telas de las prendas del marido. Este estilo de vestirse era raro y en un inicio extrañaba a los lugareños pero con el tiempo terminaron por acostumbrarse a esta forma lúgubre de vestir de esos raros personajes. Los Rovira Ponce tenían una hija que a la sazón de la historia que les narro, contaba con veinte años de edad. Era una belleza campesina que vestía ropas siempre muy floreadas, con marcado espíritu tropical, un pelo negro y largo que lo arreglaba en dos hermosas trenzas de caballo. Sus ojos eran dos faroles negros chispeantes de vida y alegría. Su cuerpo para qué les cuento, toda una ricura, que al verla caminar cualquier hombre con sus hormonas bien puestas es decir con sus instintos no tergiversados, se sentían que tocaban el cielo o por lo menos lo que cada quien entiende por cielo porque en este asunto hay muchas discrepancias, pero  en medio de ellas todos creemos que el cielo es bueno y deseable y de esa forma pensaban de la hija de los Rovira Ponce los lugareños de El “Matasanos”.  Fresa Azucena, era el nombre de la niña, que ya se había graduado de bachiller y entonces los padres decidieron que era tiempo que la heredera de lo que tenían, tenía que irse a la ciudad de Villa Bonita que estaba a cuarenta y cinco kilómetros de El “Matasanos”. La niña salió una mañana de Enero, era un quince de enero y en su pueblo había amanecido con una brisa fresca que alegraba el espíritu y con un sereno que humedecía el rostro, era una mañana muy hermosa y a las siete en punto, Fresa Azucena se despidió de sus padres con un bendito y con un beso en la frente que le estamparon los Rovira Ponce. Se subió al único bus que hacía la ruta de El “Matasanos” a Villa Bonita, donde quedaba la Universidad donde la hija de los misteriosos  Rovira Ponce estudiaría la no menos misteriosa carrera de Psicología: la carrera del Diablo para muchos religiosos y no olvidemos que los Rovira Ponce eran muy pero muy religiosos. Lo raro en este asunto es que los padres o los zopilotes como le llamaban muchos en voz baja o en voz alta cuando no estaban cerca Don Sergio o Doña Eulalia, estaban muy contentos  que digo muy contentos, rebosantes de alegría que su única hija, su florecita del campo como solían llamarle, estudiara la carrera del Diablo. Esto era muy raro. La hija se sentó en un asiento de en medio y al lado de la ventana, para ver y grabarse sus cerros que la vieron crecer, para llevarse en su corazón al pueblo en donde había sido tan feliz. Dos horas después, debido al mal estado de las carreteras que obliga a los motoristas a abrir bien sus ojos para no caer en un bache tipo abismo, estaba llegando a Villa Bonita. Y al siguiente día después de instalarse en un lindo pupilaje que sus padre habían escogido muy bien para ella y que era administrado por doña Juana Maltés, una viuda robusta y bonachona, con una carcajada estereofónica, Fresa Azucena después de desayunar unos ricos huevos picados entomatados, con pan francés fresco y blandito y acompañado por una sabrosa taza de leche con café listo y dos cucharaditas de azúcar, la niña, se dirigió a la universidad General Francisco Morazán de Reciente Fundación, a empezar el estudio de la carrera del Diablo. Ese primer día de clases y precisamente en la primera clase, Fresa Azucena conoció al que se iba a convertir en el centro de su corazón y en el protagonista de lo que estaba por acontecerle y eso que estaba por acontecerle hay que tener cuidado al contarlo, narrarlo o balbucearlo ya que traspasa la realidad, lo cotidiano, lo creíble pero no por eso lo que estaba por sucederle deja de ser menos cierto. El Dr. Demetrio Olaciregui, que a la sazón contaba con veinticinco años de edad, graduado de medicina y por poseer una mente privilegiada, una mente abierta a todo conocimiento que le ayudara a entender al hombre para ser un mejor médico, decidió estudiar una segunda carrera  y esta decisión  combinado con los caprichos del destino lo llevaron sin poder hacer nada por evitarlo a encontrarse en esa aula de estudio de la carrera del Diablo, con Fresa Azucena. Ahora la mesa de lo que iba a acontecer estaba servida y las fuerzas del más allá estaban fortaleciéndose y lo inevitable tenía que darse. Después de cruzar las primeras miradas de lujuria y las segundas de ternura, se entrecruzaron en una  conversación sencilla, bonita, donde todo era comprensión, admiración y deseo. El amor había surgido y con el pasar de los días y con el estudiar juntos, las idas al parque, los sorbetes compartidos, las visitas al cine, bueno, el noviazgo se hizo inevitable el séptimo día desde el encuentro y bajo las sombras de un floreado árbol de maquilishuat y con el sello de un beso de sesenta segundos y al estilo francés, quedaba debidamente formalizado el noviazgo entre la campesina Fresa Azucena y el Dr. Demetrio Olaciregui.

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