CAPITULO I
El “Matasanos” es un colorido pueblo incrustado
entre las serranías del departamento de Morazán en el pequeño, folklórico y
mágico país de El Salvador, nombre este que le pusieron en honor al divino
Salvador del mundo cristiano: Jesús de Nazaret. En cambio, “Matasanos” le
pusieron a ese pueblecito porque la muerte se llevaba de vez en cuando a
personas sin razón alguna o por lo menos sin explicación posible y entonces el pensamiento mágico al cual
acudimos para explicar lo inexplicable dio en llamar a dicho fenómeno fatal “El
Matasanos” o sea aquello que mata aún cuando tú no tienes motivos para irte de
este mundo o no quieres irte y ¿quién quiere irse?, ni siquiera los que rumian
crisis, los enfermos dolientes, los despechados de amor, los pobres
trabajadores y los haraganes pobres, nadie quiere irse para el más allá, nadie
quiere sacar visa para ese lugar, la única manera de irse es cuando no queda
otra opción en el más acá o cuando los del más acá te empujan para el más allá .
Y como el “matasanos” en épocas de los primeros pobladores incrustó en muchas
ocasiones su aguijón venenoso y mortífero, la gente que amaba el lugar de sus
ancestros y de ellos mismos, no pensaban en irse, así que se volvieron más temerosos o miedosos de
las cosas malignas en este caso del “Matasanos”. No se iban pero temían al
fenómeno maligno, así que para calmarlo en su honor les pusieron al pueblo y a
él, “Matasanos”. Pasaron los años, los lustros, las décadas, aún los siglos y
el “Matasanos” visitaba el lugar a capricho sin fecha predecible es decir
llegaba como ladrón en la noche o como ocurre en El Salvador, como ladrón en el
día. Porque para robar, a los ladrones
salvadoreños les da igual si es de noche o es de día. En fin no hace mucho
tiempo vivía en el pueblo de El “Matasanos” la familia Rovira Ponce. Don Sergio
Rovira y doña Eulalia Ponce, dos personajes cuarentones, muy religiosos,
siempre vestían de negro, él, camisa negra de Dacrón y pantalón negro de
McArtur dos cabos y Ella blusa y falda larga, hasta los tobillos confeccionadas
con las mismas telas de las prendas del marido. Este estilo de vestirse era
raro y en un inicio extrañaba a los lugareños pero con el tiempo terminaron por
acostumbrarse a esta forma lúgubre de vestir de esos raros personajes. Los
Rovira Ponce tenían una hija que a la sazón de la historia que les narro,
contaba con veinte años de edad. Era una belleza campesina que vestía ropas
siempre muy floreadas, con marcado espíritu tropical, un pelo negro y largo que
lo arreglaba en dos hermosas trenzas de caballo. Sus ojos eran dos faroles
negros chispeantes de vida y alegría. Su cuerpo para qué les cuento, toda una
ricura, que al verla caminar cualquier hombre con sus hormonas bien puestas es
decir con sus instintos no tergiversados, se sentían que tocaban el cielo o por
lo menos lo que cada quien entiende por cielo porque en este asunto hay muchas
discrepancias, pero en medio de ellas
todos creemos que el cielo es bueno y deseable y de esa forma pensaban de la hija
de los Rovira Ponce los lugareños de El “Matasanos”. Fresa Azucena, era el nombre de la niña, que
ya se había graduado de bachiller y entonces los padres decidieron que era
tiempo que la heredera de lo que tenían, tenía que irse a la ciudad de Villa Bonita
que estaba a cuarenta y cinco kilómetros de El “Matasanos”. La niña salió una
mañana de Enero, era un quince de enero y en su pueblo había amanecido con una
brisa fresca que alegraba el espíritu y con un sereno que humedecía el rostro,
era una mañana muy hermosa y a las siete en punto, Fresa Azucena se despidió de
sus padres con un bendito y con un beso en la frente que le estamparon los
Rovira Ponce. Se subió al único bus que hacía la ruta de El “Matasanos” a Villa
Bonita, donde quedaba la Universidad donde la hija de los misteriosos Rovira Ponce estudiaría la no menos misteriosa
carrera de Psicología: la carrera del Diablo para muchos religiosos y no
olvidemos que los Rovira Ponce eran muy pero muy religiosos. Lo raro en este
asunto es que los padres o los zopilotes como le llamaban muchos en voz baja o
en voz alta cuando no estaban cerca Don Sergio o Doña Eulalia, estaban muy
contentos que digo muy contentos,
rebosantes de alegría que su única hija, su florecita del campo como solían
llamarle, estudiara la carrera del Diablo. Esto era muy raro. La hija se sentó
en un asiento de en medio y al lado de la ventana, para ver y grabarse sus
cerros que la vieron crecer, para llevarse en su corazón al pueblo en donde
había sido tan feliz. Dos horas después, debido al mal estado de las carreteras
que obliga a los motoristas a abrir bien sus ojos para no caer en un bache tipo
abismo, estaba llegando a Villa Bonita. Y al siguiente día después de
instalarse en un lindo pupilaje que sus padre habían escogido muy bien para
ella y que era administrado por doña Juana Maltés, una viuda robusta y
bonachona, con una carcajada estereofónica, Fresa Azucena después de desayunar
unos ricos huevos picados entomatados, con pan francés fresco y blandito y
acompañado por una sabrosa taza de leche con café listo y dos cucharaditas de
azúcar, la niña, se dirigió a la universidad General Francisco Morazán de
Reciente Fundación, a empezar el estudio de la carrera del Diablo. Ese primer
día de clases y precisamente en la primera clase, Fresa Azucena conoció al que
se iba a convertir en el centro de su corazón y en el protagonista de lo que
estaba por acontecerle y eso que estaba por acontecerle hay que tener cuidado
al contarlo, narrarlo o balbucearlo ya que traspasa la realidad, lo cotidiano,
lo creíble pero no por eso lo que estaba por sucederle deja de ser menos
cierto. El Dr. Demetrio Olaciregui, que a la sazón contaba con veinticinco años
de edad, graduado de medicina y por poseer una mente privilegiada, una mente
abierta a todo conocimiento que le ayudara a entender al hombre para ser un
mejor médico, decidió estudiar una segunda carrera y esta decisión combinado con los caprichos del destino lo
llevaron sin poder hacer nada por evitarlo a encontrarse en esa aula de estudio
de la carrera del Diablo, con Fresa Azucena. Ahora la mesa de lo que iba a
acontecer estaba servida y las fuerzas del más allá estaban fortaleciéndose y
lo inevitable tenía que darse. Después de cruzar las primeras miradas de
lujuria y las segundas de ternura, se entrecruzaron en una conversación sencilla, bonita, donde todo era
comprensión, admiración y deseo. El amor había surgido y con el pasar de los
días y con el estudiar juntos, las idas al parque, los sorbetes compartidos,
las visitas al cine, bueno, el noviazgo se hizo inevitable el séptimo día desde
el encuentro y bajo las sombras de un floreado árbol de maquilishuat y con el
sello de un beso de sesenta segundos y al estilo francés, quedaba debidamente
formalizado el noviazgo entre la campesina Fresa Azucena y el Dr. Demetrio
Olaciregui.
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